30.11.25

Poesía, Minimalismo y Cerebro Detonado: Así Llega UN POETA, Este Nuevo Cañonazo Colombiano

 UN POETA — El hombre que se confundió consigo mismo y con un poema

Hay películas que empiezan como un amanecer,

otras como un puñetazo,

y luego están las que—como Un Poeta—arrancan como un carro recién salido de un delirante túnel de lavado.

Todo brilla.
Todo gotea.
Todo parece recién fregado… aunque el conductor sea un desastre ambulante.

Óscar—interpretado con una valentía frágil por Ubeimar Ríos—fue poeta.

O bueno, al menos publicó un par de libros que olían lejanamente a reconocimiento.

Ahora, ya cincuentón y devuelto a la casa de su madre como una ola cansada, se aferra a su identidad con la desesperación de quien sostiene el único paraguas en una tormenta que ni lo registra.

Su insistencia—“¡Un Poeta!”—resuena como un chiste trágico, entre los soñadores extraviados de Fellini, los adorables perdedores de Kaurismäki y los héroes solipsistas de Charlie Kaufman, convencidos de que el universo es un teatro construido solo para su sufrimiento.

Pero aquí es donde el fabuloso guion y las actuaciones obran su milagro: cada vez que Óscar se hunde en el melodrama, la película le da un golpecito en la frente con humor.

Cada desesperación tiene su gesto ridículo;

cada tragedia, un cuello de camisa torcido o una metáfora mal escogida.

Es como si la cámara misma levantara una ceja.


La comedia de un hombre que se le olvidó crecer

Óscar aparece como un tipo permanentemente desalineado—el pelo en rebelión, los dientes en protesta, camisas que parecen fugadas de un remate durante un pequeño motín.

Habla de poesía como otros hablan de religión—con los ojos elevados hacia un ventilador celeste, la voz temblando bajo el peso sagrado de las sílabas.

La escena inicial, cuando se desploma sobre la cama de su madre y grita que no puede hacer nada más que escribir poemas, es ópera tragicómica pura. Una escena para ponerse en cámara lenta con Puccini de fondo… salvo que su única audiencia es su madre exhausta—y nosotros, ya conteniendo la risa.

Simón Mesa Soto, en su segundo largometraje, maneja el tono como un violinista su arco.

El paso de lo dramático a lo absurdo es tan fluido que recuerda a Buñuel, Roy Andersson y, por momentos, a la compasión traviesa de los primeros filmes de Almodóvar. Cada situación lleva un chiste temblando debajo de su tragedia.

Óscar, vertiendo alcohol en su termo antes de dar clase, se vuelve una metáfora ambulante: un hombre intentando desinfectar el día con un antiséptico personal.

Sus monólogos a los estudiantes—mitad filosofía, mitad disparate—son hilarantes y desgarradores a la vez. Reímos, sí, pero con la incómoda sospecha de que cualquiera podría terminar así.


La chispa llamada Yurlady

Y entonces aparece Yurlady—quince años, talento puro, luminosa.
Una poeta disfrazada de adolescente.
Una chispa en el universo rancio de Óscar.

Su presencia parece un giro de tercer acto sacado de una película de Truffaut, una bocanada de vida en un cuarto con muy pocas ventanas.

Óscar, súbitamente espabilado, vuelve a brillar—como ese carro saliendo del túnel de lavado, faros encendidos por la ilusión de que todo es posible.

Ve una misión. Un destino.
Convertir a Yurlady en gran poeta.
Resucitarse a través de su talento.

Pero como en una comedia de los hermanos Coen, sus nobles intenciones se desploman en caos.

Da pasos en falso.
Malinterpreta.
Empuja cuando debería escuchar.

Todo se deshilacha en escenas de delicioso absurdo, como si el destino estuviera montado por un editor travieso con obsesión por los jump cuts.

Sus colegas literarios lo rechazan.
Suplican al librero que reviva sus volúmenes olvidados.
Arremete contra el mundo como si fuera una estrofa mal escrita.


Un poema de clase, ego y sueños frágiles

Y entonces la película se abre.
Se vuelve un fresco.

El apartamento atiborrado de Yurlady, vibrante de vida, es un universo paralelo. Un lugar donde la poesía no es una crisis vocacional sino un lujo que nadie pidió. Aquí, el filme se vuelve más agudo, más social, sin perder su elegante absurdo.

El guion camina estas contradicciones con la gracia de un equilibrista.
Entendemos cada error de Óscar.
Predecimos cada desastre.
Lo vemos marchar directo hacia ellos—
un Don Quijote sin caballo,
embistiendo molinos hechos de papel y versos medio olvidados.


Conclusión: Una película sobre la ridícula belleza de desear

Un Poeta es, al final, la historia de un hombre que quiere demasiado y demasiado poco al mismo tiempo.
Una película que se ríe de su propia tristeza.
Un poema disfrazado de comedia disfrazada de tragedia.
La crónica de un hombre recién enjuagado por la vida, brillando un segundo, y lleno de barro otra vez antes de que caigan los créditos.


Es divertida, tierna, cruel, fabulosa en sus actuaciones y filosa en su guion—
y como toda gran película sobre soñadores rotos,

te deja preguntándote si un poeta es alguien que escribe versos

o simplemente alguien que se niega a dejar de soñar,
incluso cuando la realidad ya está cerrando el túnel de lavado detrás de él.

Por Giulia Dobre
17 de noviembre de 2025
París

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